La escenografía y el vestuario tuvieron a Julio César Augier como uno de los símbolos máximos de la era dorada del teatro local. El creador falleció a los 88 años, y los colores de sus creaciones más brillantes de pronto se volvieron oscuros.

Defensor a ultranza de su profesión, simple en sus diseños y, al mismo tiempo, exigente en sus decisiones estéticas y en el uso de los materiales, el “Curro” (como era conocido en el ambiente) le dedicó medio siglo a las tablas con trabajos que se transformaron en clases magistrales desde el momento en que eran presentadas al público: “El pequeño abecedario”, “El cuarto de Verónica”, “La venganza de don Mendo”, “La ópera de dos centavos”, “El hombre, la bestia y la virtud” y “El campo”, entre un centenar más, salieron de sus manos, las mismas que recibieron en 1965 la medalla de oro en el Festival Nacional de Teatro para Niños de Necochea.

Ningún género, estilo o técnica le era ajeno y se comprometió con el mismo talento con la zarzuela más clásica como con los textos más provocativos, mientras se arriesgaba al teatro circular en la sala Pablo Podestá. “El teatro no es un lujo ni un acto de bohemios, sino un arma poderosa de la sociedad, porque el escenario contiene siempre una verdad humana o social llevada a sus planos dramáticos”, le dijo a LA GACETA en 1971, al asumir como vocal de la Comisión Municipal de Cultura de Concepción.

“Su partida es una gran pérdida. Fue un hombre creativo desde muy joven. Mientras estudiaba arquitectura, inició su actividad en el teatro y fue compañero y amigo de Víctor García desde los cursos que se dictaron en la vieja peña El Cardón. Durante años estuvo en el Teatro Estable de la Provincia, y en el desaparecido teatro de la Facultad de Filosofia y Letras de la UNT compartió proyectos con Bernardo Roitman. Se jubiló en el ex Banco de la Provincia y también estuvo en varios estudios de arquitectura e incursionó en la noche creando whiskerías, como Madrás, en Concepción, y Segismundo, en Tucumán”, lo evocó el director Ricardo Salim.